AMBOS MUNDOS:
DE: Adrián Abonizio
DIGITALIZACIÓN: Mauricio Tarallo
Íbamos a la canchita cuando podíamos y de dos modos: el oficial de los sábados a la mañana, excepcionalmente un lánguido domingo o entre semana, de una escapada, cuando no daba para jugar en la cortada, por exceso de tráfico o porque queríamos sentir el roce ultraterreno de la pelota sobre el pasto. Eso solo. Una inspiración de esquina. En aquel macrocosmos había dos mundos: el de los adultos y el de los pibes; el dios que castigaba a los réprobos y el nuestro, rubio, permisivo; la esposa y la “otra” con la cual hacer todo lo que la primera no consentía; la ropa de vestir y la “para todos los días”; la pelota de cuero y la común, hecha por lo general de medias de mujer con trapo adentro.
Los arcos se hacían con un bollo de ropa, con ladrillos o clavando un palito sobre el bleque, sí había, o sobre la tierra. Los postes eran de madera y rectangulares, no cilíndricos como ahora. Botines solo tenían pocos y su mantenimiento era exclusivo de betún; grasa si se quería mantener la flexibilidad. Ahora son de material sintético excelente, y maleables. Antes solo los Sacachispas eran síntoma de que uno había entrado al fútbol grande. Tenían un defecto: imposible pegarle de chanfle. Su morro redondo los hacía defectuosos y eran de talón recubierto, lo que le restaba movimiento. El olor de la goma era excitante y compacto: por única vez se los iba a tener y nos los compraban luego de esfuerzos por ser buenos, nos los daban como la espada de caballero: para siempre, sin repuesto. Como la vida. No se usaban camisetas en los picados: era privilegio de campeonatos. Pesadas, de algodón tipo tiento, y transpiradas eran como correr con un yunque encima. Reglas: gol de cabeza vale doble. Pecho y escapadita también. Palomita vale cuatro. Y cabeza sobre cabeza también doble. Las reglas variaban de barrio a barrio y eran escrupulosas por su origen casi religioso que se respetaban más que al mismísimo Dios Padre. No obstante, las puteadas más comunes aludían a su improbable existencia. Hasta que un día se nos apareció. Llovía y era molesto seguir jugando. Alguien metió el seis como para cerrar con un número redondo y nos refugiamos bajo un alerito. Allí estaba él. Un viejo, barbado, oliendo a yute o algo así, igual que en las estampitas, encorvado pero lujoso. Hablaba que venía de los campos. Es Dios, susurró uno. Dios no fuma, impugnó otro. Haga un milagro, dije yo para terciar. Él extendió la mano y dejó de llover. Eso es casualidad, dije. Extendió la mano, volvió a llover. Me pidió la pelota: hizo jueguitos, los más vistosos que habíamos conocido. Luego, de bolea la colgó en una rama.
Dios era cruel, por algo pertenecía a ambos mundos. Le faltan los dientes, sentenció otro. Ahí estaba Dios: un viejo sucio y deficitario, disfrazado de mago y capaz de tirarnos la pelota a la mismísima mierda. Se reía el dios ese, encima. Luis fumaba y ya aspiraba a entrar a la policía. Sacó del bolsillo una caja de fósforos de cera y arrojó uno sobre el puñado de ropas del viejo.
Empezó a humear nos echamos a correr. Solo yo me quedé, atribulado. Su garra sucia me agarró de la remera y me echó la maldición que no voy a reproducir pero que se cumplió a rajatabla. Fuimos muriendo de a poco, mudándonos, olvidándonos de haber pertenecido a un equipo que brillara en las planicies de aquel mundo dual. Cuando me soltó ya había dejado de maldecir y gimoteaba sobre sus cosas. Uno dijeron que estaba bien lo hecho y otros lo censuramos. La pelota cayó como un fruto, al tiempo, casi podrida. Y yo me quedé solo para contar esto.-