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HIJO DE CRACK:

ADRIÁN ABONIZIO

TRANSCRIPCIÓN POR: MAURICIO TARALLO

 

Mi papá murió hace poco. No llevo cuenta de las fechas, pero ocurrió en otoño. Estaba cansado y andaba deslucido, murmurando que lo dejaran ir por fin. Muchas veces estuvo desfalleciente. Los viejos gustan de contar historias truculentas, vagamente repugnantes acerca de sus males y él no era la excepción. En el fondo te prueban, a ver si controlás el esfínter del dolor ajeno con los calzoncillos limpios. Te quieren hacer duro, transmitirte bajo la polea del recuerdo inaudito una sensación de fortaleza que tal vez hayan tenido con intermitencias pero en su relato la hacen progresar hasta creerse, ellos mismos, que nunca habían dudado en perderlo todo a un solo cruce de espadas con la suerte. Jugó en las inferiores de Central. A la salida de una práctica recibió el golpe de la viga de un sube y baja que lo dejó en coma, con pérdida de conocimiento durante días. A los meses, cuando retomó la práctica y tuvo que ganarse el puesto, lo hizo lealmente, me consta, y recuperó la franja de insider derecho. El depuesto, un coloradito enfermizo, torcido, le pisó el muslo en un revolcón con los botines de clavos y mi papá fue a parar al hospital de nuevo, esta vez con riesgo serio de infección. Eran tiempos sin Perón, las sulfamidas no existían y uno se moría por estas cosas. Antes de fallecer del todo a los casi ochenta y cinco me mostró la revistita “Esto es Central” donde aparecía con su bigotito y el pelo crespo bajo la leyenda “Debuta joven promesa”. Justo antes del pisotón artero y la despedida para siempre de las canchas.

Yo me inicié en Horizonte a los doce con un gol de palomita. Sparta me pretendía, lo mismo que Estrella Roja y Morning Star. Mi padre quería que estudiara y me asegurara un porvenir. Yo también. No estaba en mis cálculos jugar profesionalmente, pero como un hada que lo estropea todo con su bondad, la providencia me cercaba y me ofrecía su desnudez mórbida a cada paso. Vinieron del fútbol grande. Vinieron del campo. Y de afuera. Mi padre seguía inclaudicable. Yo me distraía con las encrucijadas de su retórica. –Hay un mundo mejor que el ser soldado. Los usan y los tiran. Está lleno de negros hambrientos que necesitan el puesto. O el otro argumento que le seguía: -Vos no precisas. Ellos lo hacen para comer. Tu seguridad está en los libros, no corriendo la pelota. Era verdad, mi comida estaba segura, ¿pero mi alma, mi vanidad, mi afán de trascender? Por suerte llegó la calma: los primeros estudios me abrieron un mar de infinitas playas extrañas, una cartografía única, irregular, hermosa, que me impedía concentrarme en el fútbol. Lo mío era el conocimiento, el estudio, las mujeres que ya me atraían como un imán y la noche nostálgica, llena de ladridos en el invierno, escondido en un zaguán esperando por mi dama furtiva, escapada de su casa y de su novio para ir a besarse conmigo. Todo anduvo bien, estaba parejo mi equilibrio hormonal y había empezado a estudiar pero sucedió todo rápido como una maldición. Mi equipo entró en caída y justo en un amistoso, en un nocturno sin importancia se presenta el técnico que había tenido hasta hacia un año y me propone jugar. Yo aún era jugador fichado.

-Una temporada hasta que salgamos, argumentó en el auto. Lo hice. Me fui a vivir a la casona del club y colgué los libros y el sexo hasta que nos salváramos.

Una rara ecuación al revés, un destino mal parido pero que yo intuía tan prodigioso como circunstancial.

Mi viejo me echó el día que me llevé las cosas. Perdí la Facultad y a mis amigos. Me concentré y debuté en primera. Quería vencer la sed que dejó a mi viejo en el desierto, ir por el oasis y los laureles. La fractura expuesta que logré en el último partido fue, a su modo, la devolución de la hazaña. Eso cuando ya nos habíamos salvado del descenso y festejábamos el minuto final hasta que me hizo astillas el hueso, en un revolcón, otro coloradito insignificante, el fantasma de aquel otro. En el hospital me reportearon hasta el cansancio y anuncié que había venido al equipo de casualidad y que era uno más y que había ayudado a salir del pozo al equipo de mis amores. Obviedades.

Con el agregado espectacular que declaraba el adiós al fútbol. Mi destino era estudiar. Pero ignoro qué me pasó. Quedé como constelado, eclipsado entre dos mundos: la pasión de cancha y el no saber qué hacer con la carrera. Busqué pista en lo de mi viejo. Me dejó venir, me arrimó una pieza y ninguna pregunta.

Una tarde lo encontré franqueándose con mi padrino, intuyendo el porqué de mi sacrificio. Y lloraba porque había entendido. Con los días tomé la decisión final.

Fui a buscar por Avellaneda al fondo a la morocha pero se había ido con un tucumano. Junté los pesos que tenía, la mochila, algunos papeles y me embarqué y donde estoy, donde vivo ahora, mientras repaso el fixture en altamar y me asoleo cuando me dejan, exponiendo al sol la cicatriz consolidada de mí herida de guerra y de amor. Porque desgarramientos como este, así haya perdido la brújula, valen la pena, les juro.

Así nadie se entere. Y no salga más en figurita alguna.-

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