AUGURIOS:
de Adrián Abonizio
digitalización: de Mauricio Tarallo
-¡Tengo una frase bárbara para la transmisión, oigan! El que hablaba era el Carpincho, acuclillado junto a nosotros. Puso las manos en embudo sobre la trompa y nos obligó a oírlo, arrastrando las u, como lo hacían los narradores de la radio. -¡Fútbol, pasión de multitudes…! voceó con una sonrisa como melón rajado.-
No va a andar, dijo el Marito. –Es muy melosa, agregó El Jefe por decir algo. -¿Pasión de qué?, defenestró el tercero, Quiroguita. A mí no me disgustaba pero me callé la boca, caso contrario no me lo sacaba más de encima. El juego implícito era verduguearlo porque sí, por crueldad, por aburrimiento, porque nunca supo parar una pelota. Iba a ser locutor, le había pronosticado un hada maleva del barrio Refinería. El Jefe policía, Marito contador y Quiroguita un salvaje que habría de morir producto de sus correrías. No se subía a los techos de chapa, no se colgaba de los camiones y cruzaba las vías en puntas de pie por miedo a los trenes, pero nosotros, desde atrás le augurábamos que no se iba a poder escapar de su hechizo. –Vas a morir aplastado, le anunciaba el Jefe.
De mi vaticinio había surgido una nada inmensa que dejó estupefacta a Doña Ana, la correntina comadrona que una tarde supo ponernos en la piel los destinos propios con solo mirarnos. Mi predicción estaba llena de un blanco arenal, un mar de sal que deslumbró a la bruja al punto de echarse para atrás y empezar a maldecirme. Estaba en el patio de naranjales tomando mates, profetizando y asustándonos, mientras su hija se iba despachando las virginidades de todos en la piecita contigua, cual una manguera terrible que se absorviera el alma errante de purrete, al decir del tango, para dejarnos en la vereda, más hombres y con cinco pesos menos. Augurio y polvo por cinco guitas.
- ¡Vos, vos!, me señaló la agorera desde el fondo del pasillo, mientras nos íbamos. - ¡Vos sos el que lleva al diablo adentro! ¡Te va a comer si no te limpiás, boludo! Los pibes se rieron. Solo Quiroguita, que ya andaba con el semblante blanqueado por el terror, me miró como a un ser sobrenatural. Luego sobrevino la noche, el olor a kerosene, el triste ramalazo que me fue inundando, la pieza de mis soledades con los posters pegados y la cocina con la radio encendida. “Diablo, diablo ¿por qué no me llevás?”, decía para mis adentros. “Diablo, quiero jugar en la primera de Central, te doy el alma, dale”, lo desafiaba. Me miraba en el espejo a ver si mi cara denotaba la posesión. Debuté en primera el mismo día que al Quiroguita lo pisó un carguero tucumano, allá por el apeadero sur. Fue un día triste pero hice dos goles. El Carpincho los narró desde el Suipacha donde sus papis lo habían llevado para una rehabilitación que se habría de prolongar toda una vida: se había empezado a comer las uñas, luego las sobras de la basura, los excrementos y había terminando ahorcando al perro mientras transmitía su agonía como si fuese un penal definitorio. El Jefe, pronosticado para cana, terminó de tumbero por falopa y el Marito, alentado por un militar retirado, puso una joyería, engordó, fue sucesivamente cornudo y amante de esposa del milico y vació el negocio, huyó a Brasil escapando de los
Tiros, con las joyas en la valija. Esa noche, después del partido, busqué la puerta de la bruja. Estaba chorreada con cal avisando una mudanza o, algo peor, una estampida. Golpeé. Nadie salió. “Diablo, al fin el Diablo me llevó y a vos también, vieja de mierda. Pero te agradezco” le recité. En un mes estaría concentrando en el Sub 20 y ya no me moví más del puesto: me vendieron a River y luego a Europa. Después de siete años clavados, andando por una callecita en Mónaco, unos amigos de la noche, encurdelados tras el campeonato, me llevaron de putas hasta un sucucho rojizo. La cama de la que yo elegí era de raso negro y ni bien pude me desplomé vestido. En sueños entreví una persiana azul rebatiéndose, una lámpara igual a la de mi infancia con caireles retorcidos como ramas, unas frases al oído de las que se podían separar, muy claramente, las palabras traidor, espuma, energía, tren, satán y promesa.
Desperté ya con el sol alto. La chica me había reconocido y, condescendiente, me había dejado dormir: ya tendría tiempo luego de acostarse conmigo y pavonearse por ahí porque había estado en brazos del delantero más prestigioso y rico de la ciudad.
-No sé por qué, pero me vinieron unas ganas terribles de lavarme esa lacra nocturna. Extrañaba, de pronto, como si hubiese vivido drogado, mi barrio. “Diablo, ¿esto es una mala película, ¿no?”, me oí decir en francés. Y ella, peinándose la negra cabellera, de espaldas, me sonrió en el espejo asegurándome que no, que era tarde para penas, que ya todo lo había logrado y que nada más habría de tener; solo un océano de sal ajado y vacío como mi alma dada en cautiverio era mi definitivo presente. Hablaba en castellano, con acento del litoral.
- ¿Eso, eso era lo blanco que se veía en mi futuro, ¿no? ¿El alma desagotada, sin vida, ¿no?, exclamé.
Ella, que ahora se había tornado muy, muy vieja, dijo que sí con la cabeza. –